No
puedo permitir dejar mis dedos inmóviles
ante el ahora que es, y no sé si volverá
a ser. Desde aquí, se pueden observar cientos de luces que adornan el
horizonte, mi mirada choca con cada una de ellas, y retornan en el iris de mis ojos como una
experiencia sublime, ello, en parte es consecuencia del acto de contemplar la
completa quietud que se vislumbra desde la distancia, parece como si el paisaje
estuviera fríamente ordenado, pintado por un gran artista, un espectáculo de
luces brillantes que adornan la cordillera occidental, iluminan tanto, cómo compitiendo por ocupar
un lugar en medio de la noche cósmica.
Cada
una de esas luces alumbra una calle, en cada calle hay habitantes que se
mueven, que conversan, que llegan del
trabajo, que se miran, que caminan y que
duermen. Quizás para muchos de
ellos, su mundo de sentidos y
significados es tan sólo ese pedazo de lote mutilado a la montaña. Allí, ocurre
el ocurrir de sus vidas y de sus historias. Desde aquí, únicamente se percibe
un paisaje al que difícilmente alguien le podría cerrar los ojos.
Desde
lejos solo puede apreciarse la perfecta armonía que forma este paisaje,
mientras tanto de fondo, en el aquí, uno que otro grillo canta. La luz más
cercana es la de un pasillo donde la
gente llora, espera, piensa, se impacientan y se calman. Están justo en el lugar donde los seres humanos experimentan esa condición vulnerable conocida con el
nombre de enfermedad. Se alcanza a escuchar cada pensamiento de angustia que
carcome en ecos a cada mortal. Hace menos de diez años, esto era tan sólo el
nido de grillos, moscas y
luciérnagas. Era un pedazo de tierra gobernado por la ley natural, fue el hombre en
su afán de riqueza que lo convirtió en un huérfano más, del esplendor natural.
Sobre el, hundió los cimientos de esta inmensa obra, que ahora sostiene vidas
humanas, algunas de ellas padecen ese umbral entre la quietud y el movimiento.
Sí
existe una verdadera “esencia” como seres vivientes, es precisamente la
gigantesca tarea de permanecer en pie, desafiar la fiesta en la que fluye la materia y la energía. Son dos y al mismo tiempo una, invitan todo lo que existe a su orden - desorden,
nos hace participes inherentes de sus
ciclos, de sus transformaciones, de sus creaciones y de sus improvisaciones. Ese
es el azar y la incertidumbre, principios naturales del todo. La llamada
autonomía que nos caracteriza, en realidad parece replicar estos
principios, ese caos en el que se
desarrolla la vida humana, estructura diferentes formas, patrones, simetrías y
asimetrías propias de las sinergias del orden natural.
Aún
me asombra el equilibrio que se visualiza desde el quinto piso de un hospital, acá
donde se sobrepone la quietud, se replica un escenario más, que no está aislado
de esa gran obra de teatro conocida por ciudad. ¿Cómo podríamos definirla, de
una manera leal y precisa, pero no tan conceptual?, siempre que la mencionamos,
ella evoca imágenes que se visualizan en
la mente: La del tráfico, la polución, los edificios, los semáforos y la
congestión. Cada una de estas son vivos sinónimos de lo urbano. En
realidad, si algo ilustra muy bien la
esencia de las ciudades, es el flujo continuo que se desarrolla durante las 24
del día en una red de avenidas y carreteras por las que circulan mercancías,
seres vivientes, otros despojados de la vida, capitales e insumos. Todo un
circuito de energías fósiles y humanas en función de la acumulación de más y
más riqueza.
Es
difícil observar en el paisaje urbano, espacios abiertos donde los habitantes se congreguen, conversen, rían, jueguen,
dispersen, caminen, corran, bailen, canten, o simplemente se detengan por un
momento y no piensen en el día siguiente. Cuando por fin, hallamos un lugar
para el encuentro en el paisaje urbano, de inmediato algo nos pone alerta,
siempre están rodeados de unidades residenciales, centros educativos,
comerciales, financieros, clínicos y demás servicios terciarios que propician
la tan anhelada calidad de vida, perseguida por la modernidad.
En
consecuencia, existen realidades asimétricas en la ciudad que se pueden percibir, analizar, indagar y cuestionar, tan
solo observando el paisaje urbano, sin
importar el ángulo, la altura o la profunda ignorancia en las que nos situemos
y con la que lo miremos.
En
esta descripción valdría la pena hacerse algunas preguntas: ¿para qué sirven
las ciudades? ¿Cuál es el propósito por el que se cree ciega y vehementemente
que vivir en la ciudad se traduce en modernidad y progreso? ¿Cómo justificar la
inmensa inversión de recursos humanos, físicos, tecnológicos, económicos y
energéticos, si todo esto, no se traduce en una experiencia de goce profunda como
seres vivientes? ¿Es pertinente
sacrificar la prosperidad ecológica
producida en millones de años en un objeto más del mercado?, es decir, ¿todo es
objeto de ser mercantilizado?
A
veces pienso que el propósito final de
la ciudad, puede ser de cualquier orden,
pero no corresponde al de la recreación, el ocio y la cultura. La gran parte del paisaje está dominado, consumido,
y construido por una racionalidad que privilegia la creación de riqueza
material, al mismo tiempo niega el espacio de vida, es decir, aquellos para la
construcción de riqueza espiritual, simbólica y cultural.
Los
espacios donde estas actividades humanas se pueden desarrollar son cada vez más
frágiles, agonizan en medio de una racionalidad moderna que privilegia la
transacción económica, casi que todas
las dimensiones de la vida humanas quedan inmersas en una simple transacción de
cambio monetario. De esta manera experiencias como goce y recreación se
convierten en sinónimos de centros comerciales.
El
ser humano es una entidad cósmica, biológica, emocional, antropológica y
espiritual, pero, como creación de su propia historia parece reducir la
existencia, al lugar de una mercancía. La vida de los individuos se puede
vender, canjear, alquilar e hipotecar. Los principales auspiciadores, son ellos
mismos. Hacen todo lo que está dentro de su campo vital
para participar en el mercado laboral – colocan en oferta sus actitudes,
saberes, virtudes, desempeños y habilidades- Sacrifican también su tiempo y energía para poder sobrevivir, cómo último interés
queda el de vivir plenamente, de hecho,
son pocos los que lo recuerdan. Sin
embargo, no es un acontecimiento que esté relacionado con el mero acto de
supervivencia, incluso quienes ya pueden
sobrevivir con la fortuna acumulada durante décadas, continúan invirtiendo su
campo vital, en función del crecimiento de dicha fortuna, no basta con ser conscientes que tomaría más
de dos vidas enteras, para poderla
gastar. Esta es la trampa mejor vendida, la idea de hacer de la vida una
fábrica de riquezas anclada a un círculo vicioso del cual no se puede escapar,
puesto que esa es la razón y propósito de vida, al interior de la urbe.
Considerar
que todo este proyecto, en el que se mezcla la matriz: vida
urbana, progreso y fracaso, refleja una ilusión construida desde mucho antes que
los habitantes ocuparan un lugar en él, es un primer paso y quizás el más
importante para aquellos habitantes que pretenden resignificar el sentido de la
existencia. Una consecuencia, de no cuestionar dicha visión, es dejarla como herencia a las nuevas
generaciones, perpetuando una verdad que pocos creen, pero de la que todos
participan.
Sacrificamos
una vida plena tras una fantasía que no permite abrir bien los ojos de lo que
pasa a nuestro alrededor. Ello explica cómo la gran mayoría de la población
sienten cierto desprecio hacía la rutina. Sin embargo, cuando intentan escapar
de ella, se produce un vacío, ello traduce que la experiencia del detenimiento,
la pausa y la reflexión son mucho más angustiosas.
La incapacidad de contemplar
el detenimiento, cuando por determinada
condiciones quedamos por fuera del mercado laboral, enfrentamos el peor de los terrores, que es precisamente
el temor al fracaso, efectivamente de este fantasma omnipresente huyen los
individuos, la gran paradoja es que bajo ese dilema se vive, puesto que así se
organiza la modernidad. Por
lo tanto, el mecanismo que mantiene con vida todo este engranaje, surge del
temor psicológico en el que se ve
atrapado el individuo. Este sentir, no es consecuencia única del deseo vital de
sobrevivir, en realidad, obedece a los
deseos artificiales interiorizados través de la propaganda, la socialización
desde la casa, la escuela y el barrio. Todos los que aquí crecen, crecen con la
ilusión de triunfar, de alcanzar el éxito y de progresar. La ciudad promete esa
fantasía. Ella se ufana, de poseer la
receta mágica mediante la cual el ser humano puede alcanzar su felicidad.
Entre
los semáforos, las avenidas, las
comunicaciones y las infraestructuras sobreabunda propaganda de personas sonrientes, familias
unidas y fotos de paisajes fascinantes.
Propagandas por dondequiera que exhiben productos, servicios, bienes y
experiencias con tal insistencia, que pueden convencer a cualquier habitante,
independiente de su condición social y económica, de lo que en realidad necesita, y de lo que debe comprar.
La
ciudad representa una gigantesca obra de marketing, no está construida tanto
por una racionalidad que convoque: la pluralidad, la democracia y la
integración, pero si impera una racionalidad propia del mercado, que promueve
el éxito, la competencia y el progreso.
La
morfología urbana está en función de este ideal. Son unos cientos de infraestructuras, residencias y espacios de
consumo en oferta, para los millones de “clientes”
que la habitan. No obstante, la gran mayoría no pueden comprar, tan solo aquellos que disponen de grandes capitales
para ser invertidos. Este es el
mecanismo económico a través del cual se produce la selección de los habitantes,
que tienen el derecho para disfrutar de
los mejores recursos en términos físicos, de localización y ambientación y
quienes quedan excluidos de dicho derecho.
La
gran masa de habitantes son arrojados a
los espacios donde predominan infraestructuras precarias y al mismo tiempo
problemas más complejos, hostiles y angustiantes desencadenados por la misma organización del espacio urbano. A esto se le conoce en la geografía por el nombre de segregación socio espacial, este concepto permite comprender que la producción de la delincuencia, la insalubridad, la contaminación y la aglomeración de
grandes familias en pequeñas viviendas no hace parte de una realidad externa del progreso y la acumulación de capital, sino que por el contrario, son consecuencias inherentes de estas.
Si
se pudiera hablar sobre la existencia de
una fuerza organizadora del paisaje urbano en la ciudad, sería justamente el valor del
suelo, este es el mecanismo más efectivo, para establecer barreras entre los
habitantes, construyendo de esta manera por criterio del mercado: ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría. Este
es el eje central que articula la cotidianidad urbana.
Aquí
en medio de la noche cósmica y “las luces de ciudad” como llamo Charles Chaplin
a unas creaciones cinematográficas, sigo en un hospital del sur de la ciudad. Pensando en un
rotundo silencio, cada una de estas ideas que se crean sin vacilación, son
invitadas una tras otra, después de observar en detenimiento el lugar donde
habito, donde existo y donde soy.
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Fotografía tomada de: http://www.hotellosroblescali.com 16/Junio/2017
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Mientras
observo grandes parques, hermosas residencias,
carreteras en buen estado, calles iluminadas, centros comerciales y
tiendas, no puedo dejar de observar ese telón de fondo en el que titilan miles de
luces amarillas, puestas de una manera tan armoniosa, que estéticamente produce
una sensación de placer espiritual. Sin
embargo, pienso también en la ley de la
entropía, todo orden lo constituye un desorden, partículas en movimiento que
conforme aumenta la temperatura tienden a la dispersión, hasta ocupar todo el
espacio que lo contiene. En
consecuencia, allí donde titila una luz,
bastaría con trasladarnos al lugar para observar todo el movimiento de una
esquina, de una calle, de un barrio.
Habitantes que llegan del trabajo,
habitantes que siguen trabajando, habitantes que marcan fronteras
imaginarias para defender su territorio, otros que caminan con afán para no ser
robados, otros que quizás en este momento están viviendo de primera mano el
disparo de un arma o la cortadura de un
puñal, no suficiente con estas circunstancias también deben enfrentar día a día el fantasmas del éxito y del fracaso, de estos no pueden huir ni durmiendo.
Tampoco
es un secreto en el imaginario
colectivo, que quienes viven en la ladera son en su mayoría los más
empobrecidos. Desde los escases viven en el rebusque, otros afortunados
logran ocasionalmente algo de las mieles
del progreso y la modernidad en un empleo formal dedicando ocho y diez horas
continuas que al final del mes dan apenas lo suficiente
para sopesar el día vivido.
Tampoco tienen derecho a grandes espacios verdes, a caminar tranquilos
en sus propias calles, a hospitales bien equipados, grandes vías por las cuales
transitar y otras arandelas como centros
comerciales, educativos y financieros. Lo único que si pueden disfrutar si la
rutina se los permite, es la experiencia de detenerse por un instante y ver en
sus narices desde la ladera ese telón de fondo lleno de luces amarillas que desde la altura
torna armonioso, silencioso y en comunión.
Para
cerrar estas ideas, considero que hay que desencajarse de la mirada rutinaria
del espacio urbano. El siguiente paso
es defender los pocos lugares que dentro
de esta gran obra de teatro, aún permiten vivenciar de forma más profunda las
múltiples dimensiones que nos constituye como seres cósmicos, antropológicos y
biológicos. Es necesario escapar de la
racionalidad imperante, vivir no puede reducirse al éxito y al fracaso, hay que
promover una cultura del goce, de la recreación, del dialogo, del encuentro, de
la alegría y de una mayor armonía. Para ello, la lucha no se reduce al espacio
de las ideas, es sustancialmente
importante vitalizar el espacio, construir lugares para la vida y convertirlos
en ejes centrales de la organización urbana.
Es
esencial multiplicar los espacios que nos enorgullecen y visitarlos, como el
Bioparque del Ingenio, San Antonio, La loma de la Cruz, el lago de las garzas y
las plazas emblemáticas como la plaza de Caicedo. Necesitamos menos centros comerciales,
abandonar la experiencia consumidora para pasar a la experiencia plena. Como
seres sociales nos urge la interacción, la integración, la participación en el
mundo con los otros. Es necesario
escapar de la lógica del mercado en el que la felicidad se traduce en un placer
individual, producto de una transacción
comercial. Esta gran obra de teatro no
puede perder de vista que su escenario no es un escenario cualquiera, está
ubicado junto a los Farallones, cadena montañosa que deja por todo lo alto la
ciudad cuando la visitan los extranjeros, allí abunda una riqueza impresionante
en biodiversidad y paisajes.
Pensar
en una sociedad para la vida, es también pensar en una ciudad para vivirla,
esta no puede construirse al margen de los espectáculos naturales en que se
sitúa, mucho menos convertirla en una mercancía, poco, a poco, están siendo
urbanizados, los monopolios financieros
de la mano de familias terratenientes y empresas constructoras bajo la trampa
del capital, están condenando: toda la biodiversidad, los suelos, los ríos y el
paisaje, todo el equilibrio vital a la catarsis. En el
afán de acumular riqueza van degradando en cuestión de días, lo
que por orden geológico había sido edificado durante millones de años.
Contra la racionalidad que promueven consiste el trabajo intelectual, desmentir sus promesas y dejar al descubierto sus propias contradicciones, el otro trabajo, consiste en apoyar las denuncias y las reacciones ético-políticas por parte de ciudadanos activos, que se organizan socialmente para impedir el avance de prácticas degradantes, destructivas e irreversibles sobre el sistema viviente, del cual el ser humano hace parte.
Para finalizar, no
se puede olvidar, que la vida es una efímera luz que ante los ojos del universo
es imperceptible, las verdaderas estrellas fugaces, somos nosotros, almas efímeras de un todo organizado . Crear nuevas formas de experimentar la existencia, es quizás una de
la grandes posibilidades que como seres
humanos podemos tener, perder esto de vista, sería con seguridad un verdadero
fracaso, el fracaso de vivir sin haber vivido.