viernes, 16 de junio de 2017

Luces de ciudad, el consumismo y la morfología urbana.

No puedo permitir dejar mis dedos inmóviles  ante el ahora que es, y no  sé si volverá a ser. Desde aquí, se pueden observar cientos de luces que adornan el horizonte, mi mirada choca con cada una de ellas,  y retornan en el iris de mis ojos como una experiencia sublime, ello, en parte es consecuencia del acto de contemplar la completa quietud que se vislumbra desde la distancia, parece como si el paisaje estuviera fríamente ordenado, pintado por un gran artista, un espectáculo de luces brillantes que adornan la cordillera occidental,  iluminan tanto, cómo compitiendo por ocupar un lugar en medio de la noche cósmica.  

Cada una de esas luces alumbra una calle, en cada calle hay habitantes que se mueven, que  conversan, que llegan del trabajo,  que se miran, que caminan y que duermen.  Quizás para muchos de ellos,  su mundo de sentidos y significados es tan sólo ese pedazo de lote mutilado a la montaña. Allí, ocurre el ocurrir de sus vidas y de sus historias. Desde aquí, únicamente se percibe un paisaje al que difícilmente alguien le podría cerrar los ojos.

Desde lejos solo puede apreciarse la perfecta armonía que forma este paisaje, mientras tanto de fondo, en el aquí, uno que otro grillo canta. La luz más cercana es la de un pasillo donde  la gente llora, espera, piensa, se impacientan y se calman.  Están justo en el lugar  donde los seres humanos experimentan  esa condición vulnerable conocida con el nombre de enfermedad. Se alcanza a escuchar cada pensamiento de angustia que carcome en ecos a cada mortal. Hace menos de diez años, esto era tan sólo el nido de  grillos, moscas y luciérnagas.  Era un pedazo de tierra  gobernado por la ley natural, fue el hombre en su afán de riqueza que lo convirtió en un huérfano más, del esplendor natural. Sobre el, hundió los cimientos de esta inmensa obra, que ahora sostiene vidas humanas, algunas de ellas padecen ese umbral entre la quietud y el movimiento.

Sí existe una verdadera “esencia” como seres vivientes, es precisamente la gigantesca tarea de permanecer en pie, desafiar la fiesta en la que fluye  la materia y la energía.  Son dos y al mismo tiempo una,  invitan todo lo que existe a su orden - desorden,  nos hace participes inherentes de sus ciclos, de sus transformaciones, de sus creaciones y de sus improvisaciones. Ese es el azar y la incertidumbre, principios naturales del todo. La llamada autonomía que nos caracteriza, en realidad parece replicar estos principios,  ese caos en el que se desarrolla la vida humana, estructura diferentes formas, patrones, simetrías y asimetrías propias de las sinergias del orden natural.

Aún me asombra el equilibrio que se visualiza desde el quinto piso de un hospital, acá donde se sobrepone la quietud, se replica un escenario más, que no está aislado de esa gran obra de teatro conocida por ciudad. ¿Cómo podríamos definirla, de una manera leal y precisa, pero no tan conceptual?, siempre que la mencionamos, ella evoca  imágenes que se visualizan en la mente: La del tráfico, la polución, los edificios, los semáforos y la congestión. Cada una de estas son vivos sinónimos de lo urbano. En realidad,  si algo ilustra muy bien la esencia de las ciudades, es el flujo continuo que se desarrolla durante las 24 del día en una red de avenidas y carreteras por las que circulan mercancías, seres vivientes, otros despojados de la vida, capitales e insumos. Todo un circuito de energías fósiles y humanas en función de la acumulación de más y más riqueza.

Es difícil observar en el paisaje urbano, espacios abiertos donde los habitantes  se congreguen, conversen, rían, jueguen, dispersen, caminen, corran, bailen, canten, o simplemente se detengan por un momento y no piensen en el día siguiente. Cuando por fin, hallamos un lugar para el encuentro en el paisaje urbano, de inmediato algo nos pone alerta, siempre están rodeados de unidades residenciales, centros educativos, comerciales, financieros, clínicos y demás servicios terciarios que propician la tan anhelada calidad de vida, perseguida por la modernidad.

En consecuencia, existen realidades asimétricas en la ciudad que se pueden  percibir, analizar, indagar y cuestionar, tan solo observando el paisaje urbano,  sin importar el ángulo, la altura o la profunda ignorancia en las que nos situemos y con la que lo miremos.

En esta descripción valdría la pena hacerse algunas preguntas: ¿para qué sirven las ciudades? ¿Cuál es el propósito por el que se cree ciega y vehementemente que vivir en la ciudad se traduce en modernidad y progreso? ¿Cómo justificar la inmensa inversión de recursos humanos, físicos, tecnológicos, económicos y energéticos, si todo esto, no se traduce en una experiencia de goce profunda como seres vivientes?  ¿Es pertinente sacrificar la  prosperidad ecológica producida en millones de años en un objeto más del mercado?, es decir, ¿todo es objeto de ser mercantilizado? 

A veces pienso que  el propósito final de la ciudad, puede ser de cualquier orden,  pero no corresponde al de la recreación, el ocio y la cultura.  La gran parte del paisaje está dominado, consumido, y construido por una racionalidad que privilegia la creación de riqueza material, al mismo tiempo niega el espacio de vida, es decir, aquellos para la construcción de riqueza espiritual, simbólica y cultural. 

Los espacios donde estas actividades humanas se pueden desarrollar son cada vez más frágiles, agonizan en medio de una racionalidad moderna que privilegia la transacción económica,  casi que todas las dimensiones de la vida humanas quedan inmersas en una simple transacción de cambio monetario. De esta manera experiencias como goce y recreación se convierten en sinónimos de centros comerciales.   

El ser humano es una entidad cósmica, biológica, emocional, antropológica y espiritual, pero, como creación de su propia historia parece reducir la existencia, al lugar de una mercancía. La vida de los individuos se puede vender, canjear, alquilar e hipotecar. Los principales auspiciadores, son ellos mismos.  Hacen  todo lo que está dentro de su campo vital para participar en el mercado laboral – colocan en oferta sus actitudes, saberes, virtudes, desempeños y habilidades-  Sacrifican también su tiempo y energía  para poder sobrevivir, cómo último interés queda el de vivir  plenamente, de hecho, son pocos los que lo recuerdan.  Sin embargo, no es un acontecimiento que esté relacionado con el mero acto de supervivencia,  incluso quienes ya pueden sobrevivir con la fortuna acumulada durante décadas, continúan invirtiendo su campo vital, en función del crecimiento de dicha fortuna,  no basta con ser conscientes que tomaría más de dos vidas enteras,  para poderla gastar. Esta es la trampa mejor vendida, la idea de hacer de la vida una fábrica de riquezas anclada a un círculo vicioso del cual no se puede escapar, puesto que esa es la razón y propósito de vida, al interior de la urbe.

Considerar que todo este proyecto, en el que se mezcla la matriz: vida urbana, progreso y fracaso, refleja una ilusión construida desde mucho antes que los habitantes ocuparan un lugar en él, es un primer paso y quizás el más importante para aquellos habitantes que pretenden resignificar el sentido de la existencia. Una consecuencia, de no cuestionar dicha visión,  es dejarla como herencia a las nuevas generaciones, perpetuando una verdad que pocos creen, pero de la que todos participan.

Sacrificamos una vida plena tras una fantasía que no permite abrir bien los ojos de lo que pasa a nuestro alrededor. Ello explica cómo la gran mayoría de la población sienten cierto desprecio hacía la rutina. Sin embargo, cuando intentan escapar de ella, se produce un vacío, ello traduce que la experiencia del detenimiento, la pausa y la reflexión son mucho más angustiosas. 

La incapacidad de contemplar el detenimiento, cuando por  determinada condiciones quedamos por fuera del mercado laboral, enfrentamos  el peor de los terrores, que es precisamente el temor al fracaso, efectivamente de este fantasma omnipresente huyen los individuos, la gran paradoja es que bajo ese dilema se vive, puesto que así se organiza la modernidad.  Por lo tanto, el mecanismo que mantiene con vida todo este engranaje, surge del temor  psicológico en el que se ve atrapado el individuo. Este sentir, no es consecuencia única del deseo vital de sobrevivir,  en realidad, obedece a los deseos artificiales interiorizados través de la propaganda, la socialización desde la casa, la escuela y el barrio. Todos los que aquí crecen, crecen con la ilusión de triunfar, de alcanzar el éxito y de progresar. La ciudad promete esa fantasía. Ella se ufana, de  poseer la receta mágica mediante la cual el ser humano puede alcanzar su felicidad.

Entre los semáforos,  las avenidas, las comunicaciones y las infraestructuras sobreabunda  propaganda de personas sonrientes, familias unidas y fotos de paisajes fascinantes.  Propagandas por dondequiera que exhiben productos, servicios, bienes y experiencias con tal insistencia, que pueden convencer a cualquier habitante, independiente de su condición social y económica, de lo que en  realidad necesita, y de lo que debe comprar.

La ciudad representa una gigantesca obra de marketing, no está construida tanto por una racionalidad que convoque: la pluralidad, la democracia y la integración, pero si impera una racionalidad propia del mercado, que promueve el éxito, la competencia y el progreso.

La morfología urbana está en función de este ideal. Son  unos cientos de  infraestructuras, residencias y espacios de consumo en oferta, para  los millones de “clientes” que la habitan. No obstante, la gran mayoría no pueden comprar,  tan solo aquellos que disponen de grandes capitales para ser invertidos. Este es  el mecanismo económico a través del cual se produce la selección de los habitantes, que tienen el derecho para disfrutar  de los mejores recursos en términos físicos, de localización y ambientación y quienes quedan excluidos de dicho derecho.

La gran  masa de habitantes son arrojados a los espacios donde predominan  infraestructuras precarias y al mismo tiempo problemas más complejos, hostiles y angustiantes desencadenados por la misma organización del espacio urbano. A esto se le conoce en la geografía por el nombre de segregación socio espacial,  este concepto permite comprender que la producción de la delincuencia, la insalubridad, la contaminación y la aglomeración de grandes familias en pequeñas viviendas no hace parte de una realidad externa del progreso y la acumulación de capital, sino que por el contrario, son consecuencias inherentes de estas. 

Si se pudiera hablar sobre la existencia de  una fuerza organizadora del paisaje urbano en  la ciudad, sería justamente el valor del suelo, este es el mecanismo más efectivo, para establecer barreras entre los habitantes, construyendo de esta manera por criterio del mercado: ciudadanos  de primera, segunda y tercera categoría. Este es el eje central que articula la cotidianidad urbana.


Aquí en medio de la noche cósmica y “las luces de ciudad” como llamo Charles Chaplin a unas creaciones cinematográficas, sigo en un  hospital del sur de la ciudad. Pensando en un rotundo silencio, cada una de estas ideas que se crean sin vacilación, son invitadas una tras otra, después de observar en detenimiento el lugar donde habito, donde existo y donde soy. 


Fotografía tomada de: http://www.hotellosroblescali.com 16/Junio/2017


Mientras observo grandes parques, hermosas residencias,  carreteras en buen estado, calles iluminadas, centros comerciales y tiendas, no puedo dejar de observar ese  telón de fondo en el que titilan miles de luces amarillas, puestas de una manera tan armoniosa, que estéticamente produce una sensación de placer espiritual.  Sin embargo,  pienso también en la ley de la entropía, todo orden lo constituye un desorden, partículas en movimiento que conforme aumenta la temperatura tienden a la dispersión, hasta ocupar todo el espacio que lo contiene.  En consecuencia,  allí donde titila una luz, bastaría con trasladarnos al lugar para observar todo el movimiento de una esquina, de una calle, de un barrio.   Habitantes que llegan del trabajo,  habitantes que siguen trabajando, habitantes que marcan fronteras imaginarias para defender su territorio, otros que caminan con afán para no ser robados, otros que quizás en este momento están viviendo de primera mano el disparo de un arma o la cortadura de  un puñal, no suficiente con estas circunstancias también deben enfrentar día a día  el fantasmas del  éxito y del fracaso, de estos no pueden huir ni durmiendo.

Tampoco es un secreto  en el imaginario colectivo, que quienes viven en la ladera son en su mayoría los más empobrecidos. Desde los escases viven en el rebusque, otros afortunados logran  ocasionalmente algo de las mieles del progreso y la modernidad en un empleo formal dedicando ocho y diez horas continuas que al final del mes dan apenas lo  suficiente  para sopesar el día vivido.  Tampoco tienen derecho a grandes espacios verdes, a caminar tranquilos en sus propias calles, a hospitales bien equipados, grandes vías por las cuales transitar  y otras arandelas como centros comerciales, educativos y financieros. Lo único que si pueden disfrutar si la rutina se los permite, es la experiencia de detenerse por un instante y ver en sus narices desde la ladera ese telón de fondo  lleno de luces amarillas que desde la altura torna armonioso, silencioso y en comunión.  

Para cerrar estas ideas, considero que hay que desencajarse de la mirada rutinaria del espacio urbano.  El siguiente paso es  defender los pocos lugares que dentro de esta gran obra de teatro, aún permiten vivenciar de forma más profunda las múltiples dimensiones que nos constituye como seres cósmicos, antropológicos y biológicos.  Es necesario escapar de la racionalidad imperante, vivir no puede reducirse al éxito y al fracaso, hay que promover una cultura del goce, de la recreación, del dialogo, del encuentro, de la alegría y de una mayor armonía. Para ello, la lucha no se reduce al espacio de las ideas,  es sustancialmente importante vitalizar el espacio, construir lugares para la vida y convertirlos en ejes centrales de la organización urbana. 

Es esencial multiplicar los espacios que nos enorgullecen y visitarlos, como el Bioparque del Ingenio, San Antonio, La loma de la Cruz, el lago de las garzas y las plazas emblemáticas como la plaza de Caicedo.  Necesitamos menos centros comerciales, abandonar la experiencia consumidora para pasar a la experiencia plena. Como seres sociales nos urge la interacción, la integración, la participación en el mundo con los otros.  Es necesario escapar de la lógica del mercado en el que la felicidad se traduce en un placer individual,  producto de una transacción comercial.  Esta gran obra de teatro no puede perder de vista que su escenario no es un escenario cualquiera, está ubicado junto a los Farallones, cadena montañosa que deja por todo lo alto la ciudad cuando la visitan los extranjeros, allí abunda una riqueza impresionante en biodiversidad y paisajes.

Pensar en una sociedad para la vida, es también pensar en una ciudad para vivirla, esta no puede construirse al margen de los espectáculos naturales en que se sitúa, mucho menos convertirla en una mercancía, poco, a poco, están siendo urbanizados,  los monopolios financieros de la mano de familias terratenientes y empresas constructoras bajo la trampa del capital, están condenando: toda la biodiversidad, los suelos, los ríos y el paisaje, todo el equilibrio vital a la catarsis. En el afán de acumular riqueza van degradando en cuestión de días, lo que por orden geológico había sido edificado durante millones de años. 

Contra la racionalidad que promueven consiste el trabajo intelectual, desmentir sus promesas y dejar al descubierto sus propias contradicciones, el otro trabajo, consiste en apoyar las denuncias y las reacciones ético-políticas por parte de ciudadanos activos, que se organizan  socialmente para impedir el avance de prácticas degradantes, destructivas e irreversibles sobre el sistema viviente, del cual el ser humano hace parte.    

Para finalizar, no se puede olvidar, que la vida es una efímera luz que ante los ojos del universo es imperceptible, las verdaderas estrellas fugaces, somos nosotros, almas efímeras de un todo organizado . Crear nuevas formas de experimentar la existencia, es quizás una de la grandes posibilidades  que como seres humanos podemos tener, perder esto de vista, sería con seguridad un verdadero fracaso, el fracaso de vivir sin haber vivido.