viernes, 17 de junio de 2022

Repetir la historia o liberarnos de ella.

Todo profesional médico realiza un diagnóstico para saber qué es lo que está pasando con su paciente. El éxito de un tratamiento depende esencialmente de reconocer cuál es la patología y sus características, porque, aunque pueda manifestar síntomas similares al de otras enfermedades, toda patología tiene una naturaleza específica y por tanto distintiva.

 

Esta referencia que traigo a colación puede servirnos para entender cómo tratar “patologías sociales” pero sólo sirve de metáfora porque cuando hablamos de realidades sociales nos corresponde buscar respuestas más allá del orden de lo orgánico, es decir, de lo biológico. Un científico social para realizar un buen diagnóstico debe reunir información histórica, económica y cultural qué le permita reconocer el tipo de sociedad, sus características, tendencias y contrariedades. En este orden de ideas, la Violencia ha sido la más grande enfermedad de la sociedad Colombiana desde su constitución como República. Una definición clásica refiere que la violencia es el uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo. En esta nación la violencia ha ido más allá, no se complace con el dominio en sí mismo sino con el aniquilamiento del otro, quien pone en riesgo el estado de dominación.

 

Alberto Fergusson niega que exista un ADN que nos incline a la violencia y afirma que esa es una forma de “enmascarar” desigualdades socioeconómicas. Fernán González Doctor en Historia en su libro Poder y Violencia en Colombia explica que no es una sola violencia, sino que son muchas, cada una con sus propias dinámicas, actores y tensiones.  Coincido con ambos autores, este fenómeno tiene una multicausalidad, es decir, no se explica únicamente desde lo político o desde lo cultural, sino incluso como afirma Fergusson desde estructuras socioeconómicas desiguales e incluso “desde opciones voluntarias de algunos actores y grupos sociales por la solución violenta de esas contradicciones y tensiones” como afirma Fernán Gonzales. Así mismo la Violencia en Colombia ha tenido picos muy altos en números de muertos y otros más bajos durante nuestra historia republicana.  Los más altos coinciden con momentos de transformaciones sociales a través de reformas económicas y políticas llevadas a cabo desde el Estado.

 

En 1850 por ejemplo con la abolición de la esclavitud, el intento de una reforma agraria, la promoción de la separación entre Estado e Iglesia, y la participación política a través del voto para una parte de la ciudadanía conllevó a que sectores acomodados, grupos terratenientes, descendientes de las élites criollas, la misma Iglesia católica fueran los principales opositores de dichas reformas; exacerbando un espíritu revanchista y optando por el uso indiscriminado de prácticas belicistas. No es casualidad que en la segunda mitad del siglo XIX haya sido una coyuntura convulsionada con intensos conflictos civiles.

 

La Revolución en Marcha a partir de 1934 hasta 1945 liderada por Alfonso López Pumarejo fue uno de los proyectos más ambiciosos, modernizar el país e insertarlo en la economía capitalista, y promover una verdadera Reforma Agraria. Como efecto de estas reformas no se hicieron esperar una oleada de asesinatos y masacres entre 1945-1953 inducida por los sectores inconformes con la redistribución de la tierra y la secularización del Estado, es justo durante este periodo que ocurre uno de los magnicidios más recordados hasta hoy en día, el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.

 

La constitución de 1991 es sin lugar a duda otro momento de la historia donde el proyecto republicano alcanza su mayor conquista, que se puede evidenciar en el Artículo 1. Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general. Pero es esta década tan gloriosa también una de las más violentas: decenas de genocidios, masacres, secuestros, enfrentamientos militares, entre distintos actores armados: guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y ejército dejando como resultado millones de desplazados, miles de mujeres viudas, y de niños y niñas huérfanos.

 

La segunda mitad del Siglo XX es una de las coyunturas más tristes, angustiantes y deprimentes de la memoria colectiva. Convergen y se reciclan conflictos políticos irresueltos desde el siglo XIX como la redistribución de la tierra, aparecen nuevos actores armados que participan incisivamente en el control de los territorios. Estos hechos se expresan así mismo en la contienda política, exterminar ideas se convirtió en la práctica de exterminar personas, los magnicidios fueron el pan de cada día, el exterminio de la UP, el asesinato de magistrados, periodistas, altos mandos de las fuerzas militares, estudiantes, lideres sociales, columnistas, jueces de la república, profesores y hasta jugadores de Football etc.…   

 

Esta última era de Violencia es de las más eficaces en términos de muertos, es también de las más efectivas en términos de control territorial, pero así mismo de las más victoriosas en la destrucción del tejido social, la anulación del colectivismo y el ejercicio de ciudadanía como referente de ser y vivir en sociedad. Se imponen lógicas del mundo de la ilegalidad con dos máximas: enriquecerse a como dé lugar y el cliché neoliberal, primero yo, segundo yo y tercero yo. Esto en el marco de una transición de la vida rural hacia la vida urbana.  

 

La Violencia desde esta mirada terminó inserta en lógicas culturales y económicas. Terriblemente en nuestro país, estos códigos sociales imperan en el modo en cómo convivimos, de tal forma que la política y las instituciones son un espejo de la sociedad que somos. Quienes alegan que el mal de todos los males es la corrupción, ignoran que es tan sólo una de las formas como la violencia se expresa. También es posible detectarla en otros escenarios: el acoso y chantaje laboral, los monocultivos y la destrucción del trabajo agrícola, el trabajo precario e informal, el difícil acceso a la educación superior, el predominio de estereotipos según el colegio en que se estudia, el barrio al que se pertenece, las preferencias sexuales y el origen familiar. No es casualidad que sea Colombia uno de los países con mayor Bullying y matoneo en los entornos escolares. Desde estos escenarios se replican pautas y conductas socialmente aprendidas de los más adultos o quizás, en principio, toleradas.

 

Carolina Sanín afirma que nuestra cultura desprecia la posibilidad que “todos podamos tenerla fácil” y podamos vivir generosa y cómodamente. Predomina un sentimiento de mezquindad donde propuestas como quitar derechos, reducir el estado y aumentar el trabajo gana muchos adeptos. Estas violencias y sus diversas manifestaciones condenan a poblaciones enteras del territorio nacional a escenarios de exclusión, pero también a la discriminación que ello conlleva. A pesar de este diagnóstico preocupante, un amplio sector de la sociedad hoy entiende más que nunca su rol como ciudadanía, reconoce la importancia de la democracia, la igualdad y la libertad, esta movilizada en función de derechos colectivos, trascienden del individualismo narciso a la necesidad de transformarnos en nuestras mentalidades y realidades socioeconómicas. Es una ciudadanía más inquieta por conocer el funcionamiento del Estado, la historia de su nación, y des enquistar de su identidad esas prácticas coloniales clasistas, arribistas, racistas y machistas que desfiguran la posibilidad de una sociedad cohesionada, plural, con unos mínimos de convivencia y civismo.

 

Estas transformaciones son las más importantes, no funciona por decreto o por meras reformas, sino cuando hay movilizaciones a nivel societal, donde hasta los privilegiados de una época luchan por derechos de los otros. En el Siglo XIX las elites políticas progresistas debieron abolir la esclavitud siendo por tradición dueños de esclavos. Los reformistas de mediados del siglo XX tuvieron que reconocer a la mujer como un sujeto de derechos y por tanto un sujeto político, aunque eso significará compartir el escenario de toma de decisiones. Quienes participaron en la constitución de 1991 aceptaron la pluralidad y la diversidad de la nación y renunciaron a ese ideal de sociedad blanca de origen europeo, centralista y apática de los derechos universales.

 

El desafío actual es seguir deconstruyendo esas múltiples formas de violencia que perviven en la no convivencia con los demás, asumir que el bienestar colectivo se traduce en bienestar individual, no es posible vivir bien ni feliz en una sociedad miserable, con amplios sectores arrojados a la pobreza, convencidos que el mundo de la ilegalidad es la fuente de progreso.

Quienes creemos en esta nación no podemos seguir atrapados en el envilecimiento y el derrotismo, en la desidia y la apatía, en la réplica del miedo y la fobia, en el insulto y el descalificativo. Toda persona llega a determinadas creencias, sean políticas o de otra índole por sus experiencias de vida que definen unas maneras de sentir, percibir y razonar. En tal sentido, es un desgaste hacer cambiar de decisión a alguien.

 

Los candidatos presidenciales que llegaron hasta el final de esta contienda electoral claramente no son hermanitas de la caridad, son sujetos inmersos en las contrariedades y tensiones de la propia cultura y vida política de nuestro país. Rodolfo y Gustavo representan dos modelos de vida, uno de “éxito empresarial y progreso material” otro excepcional “un político elocuente y conocedor de su país” ambos son símbolos de esperanza ante sus seguidores, ninguno representa ante sus seguidores aquella idea de “continuismo”; el candidato que representaba toda la coalición de fuerzas por parte del “establecimiento” fue derrotado. No obstante, cada candidato representa unas tesis políticas. Uno promulga un estado austero pero transparente y otro promulga un estado benefactor y con justicia social. Ambas legítimas como concepciones del Estado. No es cierto que uno de ellos destruirá la institucionalidad y él otro nos convertirá como Venezuela, ni siquiera durante la dictadura de 1953 se exterminó la institucionalidad y esto en parte se explica porque es el legado más prominente que ha dejado la historia republicana. Tampoco es cierto que un presidente va a solucionar el problema de pobreza de 22 millones de Colombianos. Una transformación de esta naturaleza implica la voluntad de los grupos dominantes para que ello ocurra y que la sociedad en su conjunto demande reformas rigurosas en la redistribución de la riqueza y esto sólo será posible cuando como compatriotas aspiremos a vivir bien, individual y colectivamente.

 

Para finalizar, debemos pensar que la política tiene una dimensión vital, el de la representatividad. Los grupos empresariales, terratenientes, ganaderos, financieros y los partidos tradicionales son quienes estarían más a gusto con un gobierno de Rodolfo Hernández, por el otro lado, las poblaciones más empobrecidas del caribe, el pacífico, y el suroriente del país, los movimientos: indígenas, obreros, campesinos, feministas, estudiantiles y ambientalistas son la base del Pacto Histórico.

Frente a esto me pregunto ¿Cuál es el mensaje qué le estaríamos enviando a las principales víctimas de la violencia con una eventual victoria de Rodolfo Hernández? ¿A qué tanto estamos dispuestos para que en esta ocasión la ciudadanía en su diversidad se sienta representada? ¿Cómo hacer un pacto como sociedad y cumplir la constitución del 91? probablemente contestándonos estas preguntas sabremos que sólo hay una respuesta, el voto por Rodolfo Hernández nos condena a repetir la historia, el voto por Gustavo Petro es un inicio para liberarnos de ella.

 

 

Andrés Felipe Ramírez Arcila

Magíster en Sociología

 

 


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