Todo profesional
médico realiza un diagnóstico para saber qué es lo que está pasando con su
paciente. El éxito de un tratamiento depende esencialmente de reconocer cuál es
la patología y sus características, porque, aunque pueda manifestar síntomas
similares al de otras enfermedades, toda patología tiene una naturaleza
específica y por tanto distintiva.
Esta referencia que
traigo a colación puede servirnos para entender cómo tratar “patologías
sociales” pero sólo sirve de metáfora porque cuando hablamos de realidades
sociales nos corresponde buscar respuestas más allá del orden de lo orgánico,
es decir, de lo biológico. Un científico social para realizar un buen diagnóstico
debe reunir información histórica, económica y cultural qué le permita reconocer
el tipo de sociedad, sus características, tendencias y contrariedades. En este
orden de ideas, la Violencia ha sido la más grande enfermedad de la sociedad
Colombiana desde su constitución como República. Una definición clásica refiere
que la violencia es el uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente
para dominar a alguien o imponer algo. En esta nación
la violencia ha ido más allá, no se complace con el dominio en sí mismo sino
con el aniquilamiento del otro, quien pone en riesgo el estado de dominación.
Alberto Fergusson
niega que exista un ADN que nos incline a la violencia y afirma que esa es
una forma de “enmascarar” desigualdades socioeconómicas. Fernán González
Doctor en Historia en su libro Poder y Violencia en Colombia explica que no es
una sola violencia, sino que son muchas, cada una con sus propias dinámicas,
actores y tensiones. Coincido con ambos
autores, este fenómeno tiene una multicausalidad, es decir, no se explica
únicamente desde lo político o desde lo cultural, sino incluso como afirma
Fergusson desde estructuras socioeconómicas desiguales e incluso “desde opciones
voluntarias de algunos actores y grupos sociales por la solución violenta de
esas contradicciones y tensiones” como afirma Fernán Gonzales. Así mismo la
Violencia en Colombia ha tenido picos muy altos en números de muertos y otros
más bajos durante nuestra historia republicana.
Los más altos coinciden con momentos de transformaciones sociales a
través de reformas económicas y políticas llevadas a cabo desde el Estado.
En 1850 por ejemplo
con la abolición de la esclavitud, el intento de una reforma agraria, la
promoción de la separación entre Estado e Iglesia, y la participación política
a través del voto para una parte de la ciudadanía conllevó a que sectores
acomodados, grupos terratenientes, descendientes de las élites criollas, la
misma Iglesia católica fueran los principales opositores de dichas reformas;
exacerbando un espíritu revanchista y optando por el uso indiscriminado de
prácticas belicistas. No es casualidad que en la segunda mitad del siglo XIX
haya sido una coyuntura convulsionada con intensos conflictos civiles.
La Revolución en
Marcha a partir de 1934 hasta 1945 liderada por Alfonso López Pumarejo fue uno
de los proyectos más ambiciosos, modernizar el país e insertarlo en la economía
capitalista, y promover una verdadera Reforma Agraria. Como efecto de estas
reformas no se hicieron esperar una oleada de asesinatos y masacres entre
1945-1953 inducida por los sectores inconformes con la redistribución
de la tierra y la secularización del Estado, es justo durante este periodo que ocurre
uno de los magnicidios más recordados hasta hoy en día, el asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán.
La constitución de
1991 es sin lugar a duda otro momento de la historia donde el proyecto
republicano alcanza su mayor conquista, que se puede evidenciar en el Artículo
1. Colombia es un Estado social de derecho, organizado en
forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades
territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto
de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la
integran y en la prevalencia del interés general. Pero
es esta década tan gloriosa también una de las más violentas: decenas de
genocidios, masacres, secuestros, enfrentamientos militares, entre distintos
actores armados: guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y ejército dejando
como resultado millones de desplazados, miles de mujeres viudas, y de niños y niñas
huérfanos.
La segunda mitad
del Siglo XX es una de las coyunturas más tristes, angustiantes y deprimentes
de la memoria colectiva. Convergen y se reciclan conflictos políticos
irresueltos desde el siglo XIX como la redistribución de la tierra, aparecen
nuevos actores armados que participan incisivamente en el control de los
territorios. Estos hechos se expresan así mismo en la contienda política,
exterminar ideas se convirtió en la práctica de exterminar personas, los
magnicidios fueron el pan de cada día, el exterminio de la UP, el asesinato de
magistrados, periodistas, altos mandos de las fuerzas militares, estudiantes,
lideres sociales, columnistas, jueces de la república, profesores y hasta
jugadores de Football etc.…
Esta última era de
Violencia es de las más eficaces en términos de muertos, es también de las más
efectivas en términos de control territorial, pero así mismo de las más
victoriosas en la destrucción del tejido social, la anulación del colectivismo
y el ejercicio de ciudadanía como referente de ser y vivir en sociedad. Se
imponen lógicas del mundo de la ilegalidad con dos máximas: enriquecerse a como
dé lugar y el cliché neoliberal, primero yo, segundo yo y tercero yo. Esto en
el marco de una transición de la vida rural hacia la vida urbana.
La Violencia desde
esta mirada terminó inserta en lógicas culturales y económicas. Terriblemente
en nuestro país, estos códigos sociales imperan en el modo en cómo convivimos,
de tal forma que la política y las instituciones son un espejo de la sociedad
que somos. Quienes alegan que el mal de todos los males es la corrupción,
ignoran que es tan sólo una de las formas como la violencia se expresa. También
es posible detectarla en otros escenarios: el acoso y chantaje laboral, los
monocultivos y la destrucción del trabajo agrícola, el trabajo precario e
informal, el difícil acceso a la educación superior, el predominio de
estereotipos según el colegio en que se estudia, el barrio al que se pertenece,
las preferencias sexuales y el origen familiar. No es casualidad que sea
Colombia uno de los países con mayor Bullying y matoneo en los entornos
escolares. Desde estos escenarios se replican pautas y conductas socialmente
aprendidas de los más adultos o quizás, en principio, toleradas.
Carolina Sanín
afirma que nuestra cultura desprecia la posibilidad que “todos podamos tenerla
fácil” y podamos vivir generosa y cómodamente. Predomina un sentimiento de
mezquindad donde propuestas como quitar derechos, reducir el estado y aumentar
el trabajo gana muchos adeptos. Estas violencias y sus diversas manifestaciones
condenan a poblaciones enteras del territorio nacional a escenarios de exclusión,
pero también a la discriminación que ello conlleva. A pesar de este diagnóstico
preocupante, un amplio sector de la sociedad hoy entiende más que nunca su rol
como ciudadanía, reconoce la importancia de la democracia, la igualdad y la
libertad, esta movilizada en función de derechos colectivos, trascienden del
individualismo narciso a la necesidad de transformarnos en nuestras mentalidades y
realidades socioeconómicas. Es una ciudadanía más inquieta por conocer el
funcionamiento del Estado, la historia de su nación, y des enquistar de su identidad
esas prácticas coloniales clasistas, arribistas, racistas y machistas que
desfiguran la posibilidad de una sociedad cohesionada, plural, con unos mínimos
de convivencia y civismo.
Estas transformaciones
son las más importantes, no funciona por decreto o por meras reformas, sino
cuando hay movilizaciones a nivel societal, donde hasta los privilegiados de
una época luchan por derechos de los otros. En el Siglo XIX las elites
políticas progresistas debieron abolir la esclavitud siendo por tradición dueños
de esclavos. Los reformistas de mediados del siglo XX tuvieron que reconocer a
la mujer como un sujeto de derechos y por tanto un sujeto político, aunque eso
significará compartir el escenario de toma de decisiones. Quienes participaron
en la constitución de 1991 aceptaron la pluralidad y la diversidad de la nación
y renunciaron a ese ideal de sociedad blanca de origen europeo, centralista y apática
de los derechos universales.
El desafío actual
es seguir deconstruyendo esas múltiples formas de violencia que perviven en la no
convivencia con los demás, asumir que el bienestar colectivo se traduce en
bienestar individual, no es posible vivir bien ni feliz en una sociedad
miserable, con amplios sectores arrojados a la pobreza, convencidos que el
mundo de la ilegalidad es la fuente de progreso.
Quienes creemos en
esta nación no podemos seguir atrapados en el envilecimiento y el derrotismo,
en la desidia y la apatía, en la réplica del miedo y la fobia, en el insulto y
el descalificativo. Toda persona llega a determinadas creencias, sean políticas
o de otra índole por sus experiencias de vida que definen unas maneras de
sentir, percibir y razonar. En tal sentido, es un desgaste hacer cambiar de
decisión a alguien.
Los candidatos
presidenciales que llegaron hasta el final de esta contienda electoral
claramente no son hermanitas de la caridad, son sujetos inmersos en las
contrariedades y tensiones de la propia cultura y vida política de nuestro
país. Rodolfo y Gustavo representan dos modelos de vida, uno de “éxito
empresarial y progreso material” otro excepcional “un político elocuente y conocedor
de su país” ambos son símbolos de esperanza ante sus seguidores, ninguno representa
ante sus seguidores aquella idea de “continuismo”; el candidato que
representaba toda la coalición de fuerzas por parte del “establecimiento” fue derrotado.
No obstante, cada candidato representa unas tesis políticas. Uno promulga un
estado austero pero transparente y otro promulga un estado benefactor y con
justicia social. Ambas legítimas como concepciones del Estado. No es cierto que
uno de ellos destruirá la institucionalidad y él otro nos convertirá como Venezuela,
ni siquiera durante la dictadura de 1953 se exterminó la institucionalidad y
esto en parte se explica porque es el legado más prominente que ha dejado la
historia republicana. Tampoco es cierto que un presidente va a solucionar el problema
de pobreza de 22 millones de Colombianos. Una transformación de esta naturaleza
implica la voluntad de los grupos dominantes para que ello ocurra y que la
sociedad en su conjunto demande reformas rigurosas en la redistribución de la
riqueza y esto sólo será posible cuando como compatriotas aspiremos a vivir
bien, individual y colectivamente.
Para finalizar, debemos
pensar que la política tiene una dimensión vital, el de la representatividad. Los
grupos empresariales, terratenientes, ganaderos, financieros y los partidos tradicionales
son quienes estarían más a gusto con un gobierno de Rodolfo Hernández, por el
otro lado, las poblaciones más empobrecidas del caribe, el pacífico, y el suroriente
del país, los movimientos: indígenas, obreros, campesinos, feministas,
estudiantiles y ambientalistas son la base del Pacto Histórico.
Frente a esto me
pregunto ¿Cuál es el mensaje qué le estaríamos enviando a las principales víctimas
de la violencia con una eventual victoria de Rodolfo Hernández? ¿A qué tanto estamos
dispuestos para que en esta ocasión la ciudadanía en su diversidad se sienta
representada? ¿Cómo hacer un pacto como sociedad y cumplir la constitución del
91? probablemente contestándonos estas preguntas sabremos que sólo hay una
respuesta, el voto por Rodolfo Hernández nos condena a repetir la historia, el
voto por Gustavo Petro es un inicio para liberarnos de ella.
Andrés Felipe Ramírez
Arcila
Magíster en
Sociología
Admirable descripción, análisis y conclusión. Aplausos!
ResponderBorrarGracias querida Diana.
BorrarLos gobernantes son el reflejo del pueblo. - Joseph de Maistre
ResponderBorrarexactamente, reflejan sectores de la población. Afortunadamente Fico no paso.
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